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El sacrificio de Prometeo

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Prometeo, el titán bondadoso, vive entre los dioses del Olimpo, pero observa con tristeza a los humanos, débiles y vulnerables. Mientras tiemblan bajo la lluvia y la oscuridad, él piensa en una solución. Sabe que el fuego les daría calor, luz y fuerza. Sin embargo, Zeus prohíbe estrictamente que los mortales lo tengan, porque teme que se vuelvan demasiado poderosos.

Una noche, mientras el Olimpo brilla con mil luces, Prometeo, en secreto, se acerca al carro del sol. Con una rama hueca, roba una chispa de fuego divino. Luego, bajando a la Tierra, se la da a los hombres. Ellos, maravillados, encienden hogueras, cocinan alimentos y fabrican herramientas. Poco a poco, se civilizan, se protegen de los animales salvajes y construyen ciudades.

Al ver esto, Zeus entra en una gran cólera. «Si los humanos tienen fuego, pensarán que son iguales a los dioses», dice mientras lanza un rayo contra su trono. Entonces, llama a Hermes y le ordena capturar a Prometeo.

Atado a una roca en el Cáucaso, Prometeo sufre un castigo cruel: cada día, un águila viene a devorar su hígado, que vuelve a crecer sin cesar. A pesar del dolor, no se arrepiente de nada. Podría haberle suplicado a Zeus, pero permanece orgulloso y en silencio. Piensa: «Algún día, alguien me liberará». Y tenía razón.

Después de siglos de sufrimiento, Héracles, el hijo de Zeus, pasa por ahí. Al ver al titán encadenado, tensa su arco y mata al águila con una flecha precisa. Luego, rompe las cadenas de Prometeo. Agradecido, éste le da una profecía secreta sobre el futuro de los dioses.

Cuando Zeus se entera de esto, se queda pensativo. Podría haber castigado a Prometeo otra vez, pero decide liberarlo definitivamente, con la condición de que lleve un anillo de hierro, recordatorio de su castigo. Desde ese día, los hombres, agradecidos, también llevan anillos en honor a su benefactor.

Así, Prometeo, sacrificando su libertad, dio a los humanos la chispa del conocimiento. Sabía que su futuro estaría lleno de dificultades, pero también de esperanza. Si seguían aprendiendo y progresando, tal vez, algún día, alcanzarían la sabiduría de los dioses.